EL HÉROE DE LA CASA DE CARTÓN

Un día de Agosto, tras estar en el rastro, encontrar un callejón perdido, comer en un indio y hablar de confidencias en el Parque del Oeste (confidencias DEMASIADO FUERTES como para desvelarlas) con Alex y mi prima, decidimos ir a emborracharnos a los bajos de Argüelles con ese común pretexto de "lo necesitamos, se bebe para olvidar". Sí: un domingo de Agosto que, como es de esperar, presentaba los Bajos de Argüelles vacíos como el Sáhara a las tres de la mañana o como Coney Island en Febrero.

No teníamos el suficiente dinero como para pillarnos un pedo a base de chupitos de tequila, así que decidí pedir por la calle usando la mentira de que necesitaba dinero para el metro (sé que está fatal y es asqueroso, sólo lo hice esa vez y aún me arrepiento un poco); le iba pidiendo 50 céntimos a la gente y algunos me daban y otros no (dios, me siento súper mala persona recordando aquello... buah). Fui ahorrando dinero para repartir entre los tres para conseguir chupitos en el Moe's cuando, de repente, me encontré a una mujer que bajaba, en los alrededores de Moncloa, de un ferrari rojo, con un bolso de Chanel y unos tacones de infarto: se trataba de la clásica rica que derrocha en ropa, cenas y viajes y que no nota en su economía familiar cien euros de menos, así que le pedí 50 céntimos "para coger el autobús". Me miró con desprecio y rechazo, observándome por encima del hombro, y siguió su acelerado paso, dejando con su ritmo de tacón de bruja un halo de lujo y egoísmo capitalista. Me sentí, más que ofendida, extrañada: ¿cómo era posible que, alguien que teniéndolo todo, fuese incapaz de prestar 50 míseros céntimos? Seguí mi camino en la caza del oro y me topé con un hombre que me daba la espalda: parecía el clásico transeúnte cincuentón y desaliñado que le dejaría algo de dinerillo a cualquiera que lo necesitase. Le toqué ligeramente la espalda y le dije "disculpe, ¿sería tan amable de dejarme unos centimillos para coger el autobús?"; cuando se dio la vuelta pude ver que se trataba de un mendigo con la cara completamente machacada, una ropa que debería ser ilegal debido a su escasez de higiene, una barba de varios meses, unos ojos jodidamente tristes y un tetrabric de vino en la mano. Cargaba en su brazo una caja desmontada de cartón que debía ser su cama y todas sus pertenencias. Me miró fijamente, metió la mano en su bolsillo y sacó dos euros en monedas. "Es todo lo que tengo", me dijo balbuceando "si lo necesitas puedes cogerlo". ¿Cómo era posible que, alguien que no tenía nada, pudiese dármelo absolutamente todo? Saqué de mi bolsillo todo el dinero que había conseguido pidiendo y lo puse sobre su palma. Me marché corriendo y pensé y pensé. Le había dado sólo un par de euros, con eso no le iba a dar ni para una botella de vino barato.

Cómo es el mundo que hace a la gente tan idiota,
tan avara,
tan tremendamente maravillosa.



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