LA DÉCADA DE LA CALLE VERDE

Su ojo miraba a través de la cerradura desde dentro,
escondiéndose de la gente.

Me da miedo, pensaba,
No entiendo nada: acababa de terminar de mover
el mundo, de doblar las esquinas de sus
canales, de besar los templos de
plegarias.

El ojo recorría robóticamente la sala del planeta
y su pupila se paraba en el mar.
No me da miedo,

-ahí ya no había nadie-.

No había nada y la noche cubría con su manto oscuro
las ciudades rojas inundadas de ira.

Tengo un corazón locomotor de trapo,

-se arrastraba sobre la moqueta del último hotel-.

Las horas más largas señalan el final en bloques de pisos.
La televisión sigue encendida y los peces en el acuario.
Se guía por el grito sordo
de las mariposas muertas
del mar: el sol cuando muere anochece.

Quisiera ser como la Luna,
sólo aparecer una parte del día
y no siempre ser visto bajo los focos.
Los biombos de madera esconden otoños infinitos.
Siempre me asustó ver océanos inmensos en las caras
de la gente.

Hace diez años
las gaviotas volaban en la bahía,
le atraía el color verde oscuro del puerto,
como si escribiesen la muerte mil peces muertos
cada vez que llegaban en los barcos de pesca.

Porque esta vez será la noche más larga.

Introducía, desde la penumbra del interior,
su dedo por la cerradura y lo sacaba fuera;
cuando volvía a meterlo estaba congelado.
Alguien llamaba a la puerta,
otros tantos la golpeaban con fuerza
y unos soldados entraban para intentar convencerle.

Pero no quiso nada,
pensaba,
¿volver a volver a volver?

Volver a crecer,
volver a volver a poder.

Nos iremos algún día, pensaba,


pero ya estábamos muertos.



Comentarios