EL MAQUILLAJE DE LOS MUERTOS

Las habitaciones del hotel de los amantes
están hoy vacías: solían atraparse en otros cuerpos,
en otros corazones,
en cientos de

miles

de miles

de millones de

días.


Miles de días y aún así no fueron suficientes para olvidar.



El pitido de la cafetera de la cocina del hotel
es un grito de sirenas
en el que ya no habita nadie.


 Los reyes tienen miedo en las cavidades del encierro
de sus cabinas.
No por llevar el título al nacer
poseen la facilidad de salvar a alguien
de un precipicio: son letras,
legados familiares
-la sangre azul era roja
y la corona parte del disfraz-.


Los genios,
más que por su intelecto,
se ven atrapados por sus ideas.


Leonardo Da Vinci diseñaba alas para volar
y hombres de la corte italiana saltaban desde balcones para probarlas,
a ver si volaban y luego se caían y morían:
por eso no era del todo un genio.



Los héroes se ven atrapados por su propia lucha,
por su afán de pervivir en la memoria de los salvados.



El beso de los camicaces en las frentes de sus madres
antes de subirse al último avión
estaba envuelto del mismo cariño
que el de un maquillador de muertos cuando empolva
una cara pálida.





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