LA ESCALERA DE LA RISA

Esta historia es real y me sucedió hace escasos días. Me hallaba en el cuarto de hora de descanso entre leer poesía de mediados del siglo XX y terminar mi trabajo de puntillismo para la universidad, fumándome un cigarro en las escaleras interiores de mi bloque de pisos para no molestar a mi hermana recién nacida con el humo dentro de la casa. Acabé, como de costumbre, envuelta en mis pensamientos y sumergida en planes de futuro cercano y presentimientos a cerca de que o dejo el alcohol o esto va a acabar muy mal cuando, de repente, me sobresaltó una risa sobrenaturalmente extraña. Lo primero que pensé fue que, tal risa, seguramente, provenía de algún vecino de la cuarta planta que hablaba por teléfono de algo muy gracioso con un amigo; pero pronto, la risa se repitió de una forma aún más llamativa. Era una risa histérica y enloquecida, digna de un esquizofrénico o algún loco extraviado. De repente, recordé que mi padre me había comentado meses antes que en la cuarta planta vivía un hombre que estaba enfermo mental y que solía hablar solo por las noches y hacer cosas realmente extrañas. Comencé a experimentar un miedo psicológico bastante desagradable. La risa se repitió y se me congeló la sangre; tenía que ser la risa endiablada del loco de la cuarta planta, eso seguro, que se hallaría en un estado de delirio. La risa de aquel enfermo se caracterizaba por tener un volumen irritantemente elevado y un timbre demoledor, como de bebé de cinco meses. Comenzó a balbucear y a emitir sonidos extraños que oscilaban entre la carcajada leve y el llanto. No pude más y, debido a la curiosidad, subí las escaleras y me planté frente a su puerta para escuchar desde más cerca los sonidos que emitía para tratar de sacar una conclusión exacta de qué sucedía. Debió ser que hice un golpe demasiado fuerte con una de mis pisadas en un escalón porque, cuando me planté frente a su puerta, exclamó con voz de anciana:

-¿Quién anda ahí?

Muerta de miedo, salí corriendo escaleras abajo. Él abrió su puerta y comenzó a correr detrás de mí. Ni siquiera me giré para verle la cara, simplemente me concentré en llegar a la puerta de mi casa, atravesarla, cerrar y sentirme a salvo. Y así hice; con sus fuertes y aceleradas pisadas a medio metro de mí, sintiendo casi su respiración de perro agobiado en la nuca, conseguí llegar a mi casa y cerrarle la puerta en las narices. Corrí al cuarto de baño y me miré en el espejo: ¿qué cojones acababa de pasar? Traté de olvidarlo y de concentrarme en mi trabajo de puntillismo, pero no podía. Necesitaba fumarme otro cigarro, por muy desesperado que pueda haber sonado, para calmar mis nervios de cafeína. Pero, lógicamente, antes de salir a las escaleras, quise asegurarme de que el loco no merodeaba la zona. Pensé, "Qué estupidez, se habrá metido ya en su casa, ha pasado un cuarto de hora". Pero, cuando miré por el diminuto ojo de pez de mi puerta, vi su cara impaciente y su expresión desesperada acompasada de una sonrisa psicópata. Parecía haberse quedado petrificado ante mi puerta, como si en un arrebato de delirio esquizofrénico hubiese hecho de mí un fantasma al que quería atrapar. Él seguía ahí y yo no comprendía nada. Guardé el cigarro y me metí en la cama, preguntándome si aún seguiría ahí.

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