EL BROTE





Sentía cómo sus venas eran recorridas con lentitud por un fluido helado y espeso. El fluido seguía su circuito eléctrico hasta el cerebro, donde daba cobijo a la pequeña araña negra y peluda que acababa de nacer.
Miraba a su alrededor y sentía que el mundo ya no era su mundo nunca más. Sentado en aquella mesa de aquella cafetería del centro de su ciudad se sentía un marciano, un extraño entre pasajeros del mismo tren. Ni siquiera pensaba en sus recientes desgracias: no eran sus micronaufragios lo que le habían dejado inestable, infeliz, perturbado. Ese fluido helado era la sensación de sí mismo, algo nuevo y desconcertante, una inyección emocional venida de otro planeta. Su sangre se transformaba poco a poco en la sangre de un reptil.
El café se le enfriaba sobre la mesa. Serge no tenía ganas de beber, ni de comer, ni de pensar; simpemente deseaba analizar cada membrana de la realidad que ante sus ojos se dibujaba, una nueva realidad cargada de miradas desde las esquinas, pasarelas oscuras, ojos en la nuca. A través de la ventana del local se divisaba una gran porción de un parque nutrido, verde, brillante. Pero aquella tarde, para Serge, el parque era una odisea de locura. Todo a su alrededor comenzaba a cobrar forma de demonio, de fantasma. Sus ojos se clavaron en una joven rubia de ojos negros. Serge lo entendió (o creyó entenderlo) de golpe: aquella chica le llevaba siguiendo días. Pensó que, tal vez, ella era la araña que se le había metido en el cerebro en forma humana; pensó que, tal vez, la araña tenía dos proyecciones en un plano diédrico de la realidad: la proyección cerebral y la exterior, las cuales convergían en una locura insana pero leve, de la cual, pensaba él, no debía preocuparse.
Serge encontró su abstracto y transfigurado reflejo en un vaso de agua sobre su mesa, un vaso que ni siquiera recordaba haber pedido. Pensó quién era el extraño hombre picassiano del reflejo. Volvió a sentir la araña trepar por la materia gris de su cerebro; acercó sus dedos pulgar e índice en forma de pinza hasta el orificio de su oreja, extrajo al insecto y lo arrojó al vaso de agua. Vió cómo la enana araña de patas lánguidas se ahogaba detrás de la fina membrana de su retrato de cristal. Pensó que aquella pesadilla había acabado, pero dirigió la mirada hasta la mesa de la chica: seguía ahí, la eterna rubia luciferiana, la eterna niña de la peste. Fumaba un cigarro elegantemente, manchando la boquilla de carmín rojo. Decidió dejar de mirarla. Pensó que, tal vez, si eliminaba el contacto visual con ella, la niña araña desaparecería.
Serge volvió a mirar por la ventana que daba al parque: una inmensa plaga de patos negros invadían ahora la explanada. Se asustó y pegó un diminuto salto sobre su silla. Creyó que era demasiado extraño que estuviera sucediendo todo aquello. Necesitaba de inmediato una respuesta. Levantó, impaciente, su brazo derecho, y el camarero más cercano se acercó a atenderle.

-¿Qué desea?

-Mire… -dijo Serge, sudando, nervioso- tengo una pregunta un poco rara… -se desabrochó el primer botón de su camisa; se sentía ahogado, como la araña en el vaso- es que estaba mirando por la ventana el paisaje y de repente han aparecido todos esos patos negros –Serge señaló el parque y el camarero siguió su dedo con la mirada, llegando con los ojos hasta la ventana y divisando el parque- y me preguntaba que qué hacen en pleno invierno tantos patos negros en un parque, ¿entiende? Se supone que, en esta época del año, los patos se van de aquí por el frío, ¡no se apalancan en un parque de ciudad en pleno invierno! Sé que… -rió amablemente- seguro que hay una razón biológica, ¿sabe? Pero me ha parecido raro y, en fin, he pensado que usted sabría la respuesta… quizás lleve años trabajando en esta cafetería y ve a esa raza de patos negros cada invierno.



-Señor… No hay patos en el parque.





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