GENTE DE CRISTAL Y FUEGO









Creí que, simplemente, después de tantas decepciones acabaría volviéndome fría, metamorfoseándome en una chica de hielo y dudas que huye de darse la mano con extraños. Pero no ha sido así. Al contrario. He ido ardiendo más y más con el tiempo. Me da igual caerme, sangrar, apostar y perder y perder. Me da igual. De verdad. Creo que el orgullo lo perdí hace demasiado tiempo. Antes quizás me habría dado miedo admitirlo: que arriesgo siempre y que en realidad a veces se puede jugar conmigo porque aunque quizás soy valiente también soy vulnerable. A veces las cosas se caen sobre mí como cien kilos de peso. Qué pena, ser de fuego y cristal. Sería bonito arder y no romperme. Pero soy transparencia y cenizas. Y qué más da, digo adiós y punto. Porque se van. Al final se acaban yendo en ese tren y da igual que corras detrás. Porque la gente y las cosas se marchan dándole la mano al olvido. Y entonces te quedas en el andén para siempre. No me refiero a que permanezcas siempre en el mismo lugar, es más bien un estado latente que se queda contigo vayas a Kenia a Londres o a Miami. Porque la nostalgia va inscrita en la gente de cristal que se rompe por gente de hielo, que mira por el otro lado del telescopio. Y no es ser débil, sino frágil. No es una cuestión de ánimos, felicidad... es más bien un modo de ser. Consiste en un juego de a ver cuántas veces nos dejamos soltar por un precipicio. Porque agarramos manos equivocadas conviriténdolas en oro, mentalmente. Pero es bonito. Porque andamos con nuestros pedazos, que nos construyen, enteramente, formando una sola pieza reflectante. Y así coleccionamos historias, en el tiempo. Podemos aguantar tornados, sobrevivir a una guerra, llorar menos que otros. Pero, a diferencia del resto, por muy felices que seamos, aunque jamás dejaremos de arder, siempre se nos romperá un poquito el corazón.





Comentarios

Publicar un comentario