EVASIÓN. relato corto


Esmeralda se perdía. Se perdía entre farolas, hormigón, flores y parques. Se perdía en el Madrid antiguo y en el recién construído; en los trenes, las alcobas, las casas de extraños que a pequeños palmos contaban sus vidas las noches de borrachera. Se perdía en los brazos de seres palpitantes que bajo la luna deseaban besar por ser amados, contar sus penas por ser comprendidos, buscar el último halo del crepúsculo por contemplar el sol anhelado. Ella también se buscaba. En las mañanas de agosto, en las palmeras de algunos patios internos, en las cafeterías del centro de Madrid escribiendo versos en servilletas. Volvía a perderse al caer la noche. Lo hacía a pequeños palmos como todos lo soñadores. Vomitaba historias bajo los efectos del vino, bajo diminutas burbujas, bajo luces de farolas que realmente no alumbraban el camino.  Se perdía de fiesta, de día, de noche, de pie, bocabajo.
También tenía agorafobia. Veía en las discotecas una aglomeración de ligeros deseos de borrahera por eclipsar vidas desastrosas sólo por una noche; jóvenes bebiendo al unísimo y bailando como si no hubiera un mañana metidos hasta las cejas de estupefacientes.
Así que pensó en escapar del laberinto de la ciudad de las luces, las joyas artificiales, la nostalgia. Fue así cómo trazó un plan en el reverso de un periódico con un lápiz HB. Y lo llevó a cabo.
Le costó demasiado encontrar trabajo en la casa del rico empresario Leopoldo Calamarte. Se había presentado ella misma a las puertas de su piso de La Castellana fingiendo ser una vendedora de Biblias. Como la mujer de Leopoldo era muy creyente, la dejó pasar y charlaron. Ella pidió ir al baño y, a escondidas, colocó un veneno no mortal en la Coca Cola que bebía la asistenta, el cual la dejaría enferma durante unos cuantos meses.
-Fue horrible, -dijo el señor Calamarte, una semana después, entrevistando a Esmeralda para el nuevo cargo de asistenta- de pronto enfermó y los médicos no saben porqué. No corre peligro de muerte, pero aún así, me da bastante pena, es una buena mujer...
Leopoldo se paseaba por su despacho de moqueta roja bebiendo un whisky con hielo y moviendo la cabeza de un lado a otro, como si acabara de perder una apuesta. Esmeralda estaba impaciente por entrar a trabajar en la casa. Era parte de su maquiavélico plan. Para ello tuvo que mentir: jamás había trabajado de asistenta. Es más, acababa de terminar el bachillerato pero, al haber suspendido selectividad, no había entrado en ninguna carrera. Sus padres, los dos cajeros del Eroski, no le habrían podido pagar la universidad privada ni vendiendo cada uno su riñón derecho.
-Y, dígame, señorita Patricia, -se había inventado un nombre, por cautela- ¿Ha trabajado limpiando casas?
-Por supuesto. Y me apasiona. Me llena de orgullo quitar la suciedad de casas ajenas. Es como si le regalara a una familia limpieza y pulcridad. No hay nada más bonito en el mundo.
-¡Maravillosa reflexión! Está usted contratada -dijo, mientras se sentaba en su butaca de pana detrás de un escritorio lleno de folletos desordenados y animales disecados.
-¿Y el resto de chicas?
-Me dan igual. Al salir de esta sala, tenga la amabilidad de decirle a todas que se marchen, por favor.
Esmeralda se fue, contenta, y cerró la puerta tras de si, enfrentándose a la cola de chicas esperando impacientes a ser entrevistadas. Incluso, una de ellas, estaba vestida con el mítico uniforme de asistenta, el clásico y elegante vestidito negro con delantal blanco de bordados atado a la altura de la cintura.
-Piráos, -dijo, orgullosa- me acaba de contratar a mí.
Totas la miraron con cara de haber chupado un limón y se marcharon.
Esmeralda comenzó a limpiar la casa al día siguiente. Su plan consistía en robarle al adinerado señor Calamarte, ir a Barajas y coger el avión cuyo destino más le apeteciera ese día.
El caso es que no sabía qué robar. No encontró dinero en ningún lugar y los cuadros no parecían excesivamente caros.
La casa era amplia, con el suelo de parqué antiguo que crujía al andar; los pasillos eran anchos, con cuadros al estilo Vermeer, y la cocina era de mármol blanco, enorme, con la despensa llena de comida. A veces, cuando nadie le veía, se ponía a comer sentada sobre la vitrocerámica: engullía galletas, pan de leche, chocolate milka.
Un jueves supo exactamente qué robar. Fue limpiando el dormitorio de Leopoldo y su mujer. Divisó en uno de los cajones un Rolex de oro. Planeó robarlo cuando el matrimonio se marchara de vacaciones a Marbella, una semana más tarde. Comenzó a hacer planes: Sudáfrica, Tokio, Florida... Aún no sabía dónde ir, pero sí sabía que, nada más vender el reloj en Wallapop, correría a Barajas y huiría lejos del barullo de Madrid, de la vulgaridad, de las ratas de alcantarilla. Porque, lamentablemente, Esmeralda casi siempre sólo sabía ver el lado malo de las cosas.
Un día antes de que se fuera llamaron al timbre. Era una vendedora de libros de Emily Brönte a domicilio. La señora Calamarte la recibió entusiasmada. La vendedora le comía la oreja a la señora Calamarte y Esmeralda escuchaba la conversación desde una esquina del salón, limpiando la ventana mientras observaba impasiva el Paseo de la Castellana, con su rápido tránsito de coches que al unísono sonaban como el interior de una caracola.
-Señora, ¿puedo coger un vaso de agua de la cocina? Me muero de sed -dijo la vendedora.
-¡Por supuesto! -dijo la señora Calamarte.
La vendedora se levantó a la cocina. Volvió a los pocos minutos con su vaso de agua y volvió a persuadir a la señora Calamarte para que comprara los románticos libros de Emily. Esmeralda se empezó a aburrir desmesuradamente. Así que se fue a la cocina y se sentó sobre la vitrocerámica a engullir comida para saciar su ansia. De pronto, la comida empezó a sentarle terriblemente mal.



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